29.2.12

Puntas de pie

El tipo grita rompe aplasta
y aun así
aun así
ella va a dormir con él.
Termina los oficios
levantar la mesa
lavar los platos
alinear los vasos
desviste su ropa
cepilla sus dientes
y vuelve a la cama
pisando en puntas
para que no despierte
para que no despierte
para que no despierte
repito para no olvidar.
El tipo ni enterado.
Puede ser cuando vuelvo
los resortes en las camas
siempre han sido el nudo de mis sueños
cuando vuelvo
después de un largo viaje
los colectivos pisándome los talones
cuando quiero volver
pongo la valija en el suelo
camino en puntas de pie
desenredándome
desobedeciéndome
no hacer ruido es importante
no hacer ruido es importante.
El tipo despierta el sol en la cara
y no entiende porqué
las sábanas guardan
formas extrañas
montañas en la Luna.

22.12.11

Una historia de amor con personajes esbeltos y bronceados


Ella se llamaba Julieta. Él se llamaba Romeo. No. Mentira. Ni uno ni otro. Yo me llamo Marta y él se llama Víctor. Tiene panza, es maleducado y no se baña los fines de semana. Yo le digo: Víctor bañáte que le dás un pésimo ejemplo a los chicos. Y él me mira, pone los ojos en láser y me radiografía de arriba abajo. Yo me siento gorda, canosa e inútil. Especialmente gorda cuando me miran fijo. Redonda como un tomate.
Hago memoria. Obviamente es más difícil de lo que parece. No. Nunca fui flaca. Fui feliz con mis kilos. Las dietas lo arruinaron. Ninguna aventura, muchos cigarrillos, un solo marido que acostumbra a almorzar en calzoncillos. Mis propias ideas riman. Es sorprendente descubrirlo. Podría ser poeta y ser amada y aplaudida. Podría empezar una novela. Quiero algo renegado pero nada ambicioso. Una historia de amor con personajes esbeltos y bronceados, uno millonario y el otro pobre, pobrísimo. Familias enfrentadas, visitas encubiertas, muerte trágica en una estación de tren.
La autenticidad del nudo es especialmente relevante a mi personalidad. Mi psicólogo dice que tengo que valorarme por lo que soy pero la tintura no me favorece. No puedo disimular la panza, las estrías, el matambre de los brazos. Mi sueño recurrente es una gran carnicería donde me rebanan las partes innecesarias y salgo convertida en una Barbie de colección.
Me gustaría que la historia empezara con un día de verano donde el personaje número uno le jura al personaje número dos amor infinito. Los dos son jóvenes, graciosos, encantadores. Me da envidia de sólo pensarlo. Tienen puesta la ropa imprescindible, nada de accesorios culturales. El cuerpo enharinado, azucarado, arremolinado. Gusto a bizcochuelo en el aire. A miel. Me los imagino y me trago los mocos.
Me busco en el espejo una prueba irrefutable de que todavía puedo ser la muchachita frágil a la que cualquier hombre le ofrecería llevar las bolsas del súper. La que nunca pasa frío a la intemperie, la que no tiene que meter las manos en lavandina ni los pies en bicarbonato. Le tengo que preguntar a Víctor cómo era yo en mis mejores años.
Me pregunto si vivimos la postal del auto descapotable y la ruta desierta. Mi pelo bailando en el viento, un pañuelo largo y multicolor en el cuello, anteojos de sol, mucho bronceador, los cachetes colorados y una sonrisa blanca de propaganda de dentífrico.
Con unos kilos menos haría el bolso y me tomaría el primer micro a la playa. No más Víctor, no más pañales, no más grasa impregnada en la parrilla. El nene más chico hará su vida lo mejor que pueda bajo el fantasma de una madre desaparecida. Me buscará muchos años después y yo, convertida en una mujer radiante, bohemia, liberal, puro espíritu, le revelo el misterio de la vida.
Estamos sentados en una piedra grande cerca de la orilla y le digo: mirá, tenés que superar tus miedos y dejar que tus sentimientos fluyan; las respuestas están en vos mismo. La frase en realidad debería ser más terminal, imbatible. No se me ocurre nada. Tengo que lavar los platos y sacar al perro.
Ya es mediodía. Víctor entra y proclama su frase del domingo: no sabés el asado que encontré. Y yo lo miro y me largo a llorar. Qué más puedo hacer. Víctor pega el portazo y baja a empezar el fuego. En un rato me tengo que unir a la comparsa con la ensalada. Yo soy la vaca.
La primera escena puede ser una mujer gorda y vieja que decide plumerear el sótano y descubre el clásico baúl con candado. No lo toca. Es una buena esposa. Obediente, simpática, paciente. A la noche el peso de siglos de etnocentrismo cultural la vence y le pega un martillazo al candado. No entiende nada. Fotos y prendas de mujeres más estilizadas que ella en su época de spinning. Está arrepentida de descubrir el dato más obvio del mundo y vuelve a su pequeña rutina de sirvienta. El marido se entera y la caga a trompadas. En un confuso episodio ella le pega un tiro. En medio día se ha convertido en prófuga y el papel le sienta bien, le queda pintado al cuerpo. Puede funcionar.
Olor a brasas. Humo en la cocina. Las cortinas son especialmente sensibles al dióxido de carbono. Lo chupan como esponja. Y después fregar.
Abro la heladera. Hoy me tocan legumbres y pasas pero me doy tregua con el helado. Una cucharadita. El sentimiento locuaz de hacer lo incorrecto cuando nadie mira. La victoria dulce de engañar al sistema donde más le duele: la moderación. Inaugurar la paz con mi pecado capital de cabecera. La Eva que muerde la manzana.
La historia puede ser los avatares de una mujer sentada a la mesa con un plato vacío y las posibilidades infinitas de una heladera repleta, la silueta tenue de la serpiente en la manija y el croar inoportuno de los embutidos pidiendo su hora.
Busco en la repisa la pastillita y las cosas vuelven a su punto primigenio. La estimulación cede y los colores que antes me parecían vivos ahora gozan de matices pastel. Lo único real en el ecosistema de la cocina es el hambre que me deambula adentro.
Mato al vuelo una mosca y me siento fuerte. Empuño la paleta de red y las espero en la silla. Tener el poder de decidir sobre la vida ajena es un sentimiento adictivo. Otra mosca aterriza en el cuaderno en el corazón del párrafo más agudo del primer capítulo de mi novela. Es el momento en que mi personaje más íntimo entiende que nunca va a ser amado a pesar de su belleza, de su exotismo, de su elegancia. Está parada en la vereda bajo una lluvia de película mirando la ventana del tipo que el universo le ha asignado. El vestido que siempre le quedaba bolsa en las piernas ahora le cae ceñido por la humedad. Parece una Venus de Milo desamparada. La mosca no lo sabe y sus enormes ojos cuadriculados apenas pueden imaginar la soledad, la anatomía bovina de sus pechos, los pozos vacantes de la cama. Mosca egoísta y desalmada. Largo la paleta y cierro el cuaderno de un portazo.
Miro por la ventana. Víctor empuña el tenedor y organiza los cortes en la parrilla. Lo hace con una decisión especialmente atractiva. La musculosa modera la forma, recupera la figura. Ya me había olvidado del tamaño de sus brazos, la fuerza de sus manos en la cintura.
Me asomo al balcón. El sol radiante. Víctor me hace señas con un taper vacío. El taper gira en sus manos y yo me apuro en bajar la escalera y sacar las papas del fuego. ¡Oh Romeo, Romeo! ¿Por qué eres tú Romeo? Niega a tu padre y rehúsa tu nombre. Agrego sal, aceite y mezclo.  O, si no quieres, júrame tan sólo que me amas.

12.9.11

La madrastra de mamá

La historia es buena. Tiene bruja, hechizos y pasillos largos en casas oscuras. El problema es que no tiene final sorprendente. Termina en juicio y malas palabras. La parte buena se acaba rápido porque le pasó a mi mamá y me pasó a mí y es razonable pensar que los cuentos inspirados en lo cotidiano carecen de licencias literarias.
Recuerdo que mi abuelo murió por comer una milanesa frita en el bar del club de básquet donde yo jugaba en mi infancia. Encima fría, dijo mi mamá por teléfono un día de la época. Después de una temporada de hospital fue el velorio en su casa. Nada extraordinario. La casa tenía mucha gente y niños que no conocía. No tenía la más pálida idea de lo que hacía ahí, pero no puedo olvidar la bolsita de tapitas de la Coca que tenía en la mano. No la había soltado desde bajar del auto porque a la salida de la ceremonia con muerto y flores, papá iba a llevarme a cambiar las tapitas por un premio berreta. Cada tapita suponía infinidad de riesgos tomados a propósito: botellas destapadas y abandonadas en la heladera y dinero ofrecido a colegas del jardín. La misión tenía algo de sacro y un poco de barroco.
Tengo la idea improbable de que la casa de mi abuelo tenía una sábana de penumbra en las paredes y mentiras disimuladas en pequeños gestos. La viuda lloraba, no sé, pero lo importante es que nunca dejó de calcular la composición del espacio y la distancia con los actores. Podía llevarse el pañuelo a los ojos con la misma solemnidad con que le pedía a mamá hay más sanguchitos de verdura en la heladera ponelos en los platitos querida. Hablando en neutro la frase suena inofensiva, pero en la boca de una madrastra hacia su hija en comillas, el uso de diminutivos no puede dejar muchas dudas: la muerte la había desenmascarado. Después buscaría al abogado más vengativo de la ciudad y armaría la estrategia para quedarse con los bienes del difunto a costa de cosechar espíritus y mala fauna de otros continentes.
Ahora la historia se pone buena. Es el punto donde las cosas cobran sentido. Espero no decepcionarlos: soy niño, no entiendo qué hago en una casa en penumbra ni por qué alrededor los grandes tienen cara de rompiste algo y tengo una bolsa con tapitas que no pienso soltar bajo ninguna circunstancia. Camino por el corredor que desemboca en la cocina. Las cocinas, hasta en los velorios, siempre son brillantes. La claridad me llama. Entro a la cocina y descubro a la madrastra de mamá agachada en el lavatorio. No está lavando platos, por supuesto; las madrastras usan a sus hijastras para las tareas domésticas. La viuda quema una foto de mamá con el cigarrillo. Es imposible descubrirme en el marco del pasillo porque la mesa supera mi cabeza. La viuda piensa que está sola, pero yo la miro a través de las patas de las sillas. Hay algo de animal en la escena. No hay tensión porque soy niño y nada entiendo, pero tengo claro que mi papel de observador refugiado me pone en riesgo. Me río. La viuda gira y sus piernas embotelladas en negro marcan duda y después calma. Me mira desde la cuadrícula de patas y sonríe con la cadencia propia del golpe consumado.
Desde ese momento, los velorios son asunto personal para mí: no puedo aguantar las ganas de reírme. En próximos velorios donde el muerto no es mío, voy a ofender a muchos parientes y amigos. Mamá se va a enojar conmigo y voy a ser tema de conversación en mesas de café. Suena irrelevante a primera vista, pero mis fantasmas privados siempre se esforzaron por ponerme en ridículo.
Muchos años después el círculo se cierra. Llevé a mamá a buscar a la casa de mi abuelo difunto viejos muebles y cosas por el estilo que las cenizas del juicio le habían concedido. Mamá salpicó de agua bendita el montón de artículos armado en el patio y recién después abrimos el placar. Nada del otro mundo. Mamá no cree en lo paranormal, pero está en la pieza con un rosario en las manos. Sumergido de medio cuerpo en el placar, busco algo interesante. Pienso en las brujas de las películas, pero la realidad es una fuente inagotable de decepciones. Manoteo cosas que hoy me dan escalofríos y cae al piso la foto quemada. El ojo ciego dibujado por la brasa del cigarrillo el día del velorio borra la cabeza de mamá. El vestidito queda flotando en la hamaca. 
Digo esto y la historia termina. No quiero mentirles. Yo quería escribir un cuento con lindas metáforas y desenlace espectacular. Pero hay algo que casi me olvido de contar. La promoción de las tapitas terminó varios días antes y en la Coca no quedan más premios. Soy niño y estoy llorando en un velorio. Me pasa algo raro cuando me acuerdo: pienso que todavía puedo conjurarlo.

27.7.11

Demasiado bueno para ser verdad

«« Córdoba es la provincia central de la Argentina. Si el país fuese un jamón ibérico (como realmente parece si lo miramos de lejos) Córdoba es el jamón del medio. En la provincia de Córdoba hay más humoristas gráficos que gente. Y los que quedan sin dibujar, lo que hacen es escribir. De entre todos, hay en Córdoba un muchacho que escribe como los dioses, y teníamos muchas ganas de publicarlo en Orsai. Este muchacho es muy conocido en Córdoba, pero en cambio no lo leyeron nunca en Centroamérica, ni en otros sitios del mundo donde se habla castellano. Nosotros leemos a José Playo desde hace años, y si alguna vez soñamos con hacer una revista, fue en parte también para publicar sus cuentos. Los cuentos de José son, como Córdoba, jamón del medio. Y estamos contentos de que ahora lo lean también en Centroamérica, donde la palabra “playo” significa “puto”. »»

Esto es, señores, la mayor derrota de mi vida. Fue publicado en Orsai.es el 16 de junio pasado pero recién hoy, con la revista en la mano, me animo a creerlo. Un tipo, cordobés, pendejo, sonriente, enamorado, clausurado de aventuras; escribió para Orsai. Podía ser yo. Debía ser yo. Me pregunto, y me lastima preguntarme, cómo ocurrió la decisión en las entrañas del número 32 de San Martí, Sant Celoni, España. Me muero por saber, lobos enigmas de la curiosidad, el dueño de la boca que lo nombró por primera vez en la cocina de la redacción. ¿Fue el Chiri, amigo descarnado; fue Comequechu, el cocinero; fue Casciari, el gordo buenudo? Para mí fue Casciari. Hay algo en su corteza de bondad y progresismo que nunca me convenció. Siempre sospeché, desde mucho antes del 16 de junio, que detrás de su vida de lunático escritor había una historia de pulcritud y buenos modales. Quizás nunca fue el pibito de calle, el gordito imprudente que tuvo una vida de película con suficiente material para llenar los baúles de un blog por siete años. Demasiado bueno para ser verdad. Siempre sospeché de los finales felices y Casciari tiene muchos en su legajo de recetas. Quiero despejar la idea de que escribo esto por el mero sentimiento de que el gordo haya elegido a otro cordobés antes que a mí ni mucho menos que maquinara trampas bajo la manga para mover los hilos de la redacción de Sant Celoni. Duermo con la conciencia tranquila. Cada uno sabe a quién le hablo. Si aun así no me creyeran, tengo pruebas infalibles de que Casciari sabía de mi pequeña existencia antes siquiera de que la revista saliera a la calle. No voy a pedirles que me crean, no creo hacer mérito suficiente; por eso ofrezco material en bruto y con menos edición que Mirtha Legrand a la mañana. A continuación, señores, dos mails que envié a Orsai.es con historias mías adjuntas y que nunca [nunca nunca nunca] tuvieron respuesta. Juzguen ustedes:


Estimados Hernán y Chiri:
Les pido perdón porque el texto que les paso no respeta la consigna de número de palabras, pero ocurre que no tengo textos tan largos. Sé que si se tratara de un par de frustrados intelectuales de café no tendría ninguna oportunidad, pero lo intento, porque mis ganas de escribir para la revista superan mi timidez y porque además, llegado el caso, escribiría lo que hiciera falta. Ustedes dirán.


Estimado Hernán:
Existe un problema fundamental en la lógica de Orsai: no resiste la lectura desordenada. Aún cuando las entradas y las sobremesas son un condimento inusual en esta vida de platos fríos, suponen un flagrante recorte a mis libertades civiles. Es desesperante tener que empezar por la primera página y termina por la última, con mayor razón si se propusieron romper las cadenas del índice y la publicidad.
Aclaro que mis intentos por abrir la revista en cualquier nota y terminarla en cualquier otra han sido en vano. Cada vez que terminaba la lasaña me servían un plato de empanaditas de copetín. Pido abiertamente que resuelvan el desperfecto técnico, cuestión que me obliga necesariamente a empezar por la entrada y terminar por el postre. Yo quiero comer como un niño: lo más rico primero.
Mis mejores deseos,
Maxi.

13.5.11

Sueños bonsái

Tengo la sensación de que mi problema no está en el lavarropas. Tampoco en la cocina, en la bañera, en el escritorio, en los exámenes, en los boliches, en las sábanas, en el cepillo de dientes, en el paquete de galletas. Creo que mi problema no es la rutina de días exactamente parecidos al anterior y al posterior, sino que se trata de una cuestión filosófica, o antropológica, nunca entendí bien la diferencia. Conclusión: tengo una duda existencial que me carcome los pequeños placeres de la vida. Con esto no estoy diciendo que haya caído en depresión o que me ahogue en la bebida, pero reconozco los síntomas tradicionales de vacío espiritual. Me da lo mismo hablar o callar, reír o llorar, bife o milanesa, medias o soquetes, bondi o colectivo. No sigo la cotización de la soja y me gustan los días nublados. Me siento un gato en una pecera, escribí en una carta.
Una tarde de semana santa [espero no ofender a nadie con las minúsculas], sentado en el patio de mi casa en La Rioja, me preguntaba por mis posibilidades de salir de mi pozo hermenéutico y la respuesta me cayó del cielo [sé que suena cursi pero me pareció una linda metáfora para hacerme entender]. La revista que tenía en mis manos me reveló una ecuación que no había tenido en cuenta. Contaba la crónica de un tipo que viajó a Burning Man, un festival o reunión de personas (a falta de imaginación) que arma una vez al año una pequeña ciudad en el medio del desierto yanqui. La clase de comunidad compuesta por hippies convertidos: gente desnuda, agradable, humilde, interesante, contradictoria, soñadora y desnuda. Hay muchos desnudos en Burning Man, pero nunca existió en los 25 años del evento drama alguno de tipo carnal. Sumar por favor a la ausencia de vergüenza; drogas, alcohol y cosas por el estilo. También niños. Hay familias en Burning Man.
Segunda conclusión: mi problema necesita un viaje. Algo como lo que hizo el tipo de la película Into de wild, omitiendo el final. No se preocupen, no se los voy a contar, aunque pueden imaginarlo. Perdón. Continúo. Deliberadamente tengo ganas de hacer un viaje de autodescubrimiento. Quiero buscarme no en sentido poético, sino en sentido literal. No quiero trampas. Hay una parte de mí que desconozco y que no tiene suficiente con una vida de lunes a lunes. Me pregunto quién será y me niego a reducir mi problema a un conflicto de identidad. Traté con psicólogos de numerosas ramas del árbol del jardín de las ciencias de la mente y el espanto me enseñó que la psicología de espejo da mejores resultados por las mañanas. Sentarme en la cornisa de Machu Pichu y preguntarme cómo carajo nos dejamos engañar por unas cuentas de vidrio sea quizás el remedio casero para estos casos.
No quiero ser tomado a la ligera. No soy un anarquista sinrazón o un buscavidas desteñido. Doy vueltas en mi mundo como animal enjaulado, me reconozco cautivo de feria o mascota de familia media de los suburbios. Mis miedos domésticos [sueños bonsái] son mi ridícula excusa para no abrir la puerta y la televisión [mi dios privado] tampoco tiene mejores impresiones del afuera.
Mi licuadora espiritual tiene, al revés de las cosas, momentos de sosiego, períodos en los que vivo la batalla en mute y subtitulado. Un par de veces acostumbro a ir a una capilla a unas cuadras de mi departamento. Nadie la usa para propósitos estrictamente religiosos y las más de las veces funciona como teatro de artistas y burocracias políticas. Las rejas de las ventanas, tiras de metal clausurando las salidas, son el humilde homenaje que los arquitectos dejaron a las presas de la antigua cárcel de mujeres. Cuando hay poca gente, camino ausente de método en su interior y recito poesías o canciones. La función termina cuando el flash de un turista coreano desencanta la poesía. Me dejo volver de hombros rendidos a casa, a la vereda enlatada de mi cama, y me siento envejecer a la espera de un taxi vacío. Tercera conclusión: tengo un problema y hablo en serio.